lunes, 22 de febrero de 2010

Poco, mucho, casi nada.


Hace unos días cayó en mis manos un ejemplar de "Fun Home" (La Magrana 2008, hay edición en castellano: Mondadori 2008) una novel gráfica que tiene como subtítulo "Un tragicòmic familiar". Considerada como uno de los mejores libros del 2006 por prestigiosos medios (la revista Time, entre ellos, la elevó a la primera posición de su lista), se trata de una autobiografía en forma de cómic que narra el triple descubrimiento de la protagonista adolescente, Alison Bechdel: su sexualidad, un desgarrador secreto familiar y la terrible distancia que nos puede separar de los que más cerca tenemos. La referencia a la tragicomedia, muy probablemente, se deba a esta última constatación. Pero lo que para aquí es más relevante es el porqué del título principal, "Fun Home", un juego de palabras entre el inglés 'Fun', diversión, y 'Funeral', funerario, y que se debe a que la acción está ambientada en un 'Funeral Home', es decir, en una  pequeña funeraria familiar americana, en la que el hogar y el negocio comparten un mismo edificio. Y es este trasfondo, apenas fúnebre o luctuoso, contra el que vemos a niños jugar, a jóvenes crecer, a adultos trabajar, y a todos ellos, curiosamente, leer, leer constantemente variados y destacados libros, habitando, en definitiva, un mismo espacio, familiar e íntimo. Y es en este punto en el que me asalta la duda antropológica. ¿Es la diferencia entre nuestras culturas la que explica esa aceptación de la muerte, convertida en compañera de un hogar, hasta el punto de desdramatizarla con guiños cómicos? ¿O, simplemente, es un recurso estilístico de la propia autora Alison Bechdel (que dibuja, pone la tinta y factura un más que solvente guión)?

"Pero, ¿y qué tiene todo esto que ver con el blog?", te preguntarás. Poco, si nos atenemos al letimotiv del mismo.  Mucho, si pensamos que el arte funerario casi ha desaparecido de nuestra cultura latina, pero sigue más presente en las sociedades angloamericanas. Casi nada, si a lo que prestamos atención es a la trama de "Fun Home". "¿Poco, mucho, casi nada?", ahora te lo pregunto yo.

lunes, 15 de febrero de 2010

Jacques Louis David, La muerte de Marat


Casi todas las obras célebres guardan, al abrigo de sus años, décadas o siglos, una historia digna de conocerse, si bien, la mayoría de las veces, esta historia resulta demasiado opaca, llena de lagunas y, significativamente, de misterios que difícilmente podrán alguna vez ser descubiertos. Las grandes obras, y también las pequeñas, atesoran viajes, adscripciones y episodios que, en algunos casos, condicionan su propia naturaleza subjetiva o, dicho de otro modo, su esencia y carácter. A veces, esa esencia es tan vívida y potente que supera la original significación y motivo de la obra, altera el propio flujo histórico que soporta el longevo bastidor. En este sentido, La Muerte de Marat, pintada por David en 1793, nace en unas circunstancias históricas y de un pincel muy bien conocidos, documentados y, cómo no, discutidos a lo largo de sus más de dos siglos de existencia.
Jacques Louis David, un pintor de adscripciones políticas definidas, autor de Corte del emperador Napoleón Bonaparte, representó en este lienzo la muerte de su estimado y admirado Marat, el sagaz redactor del periódico Ami du peuple, acuchillado en manos de su célebre enemiga Charlotte Corday, quien, bajo la excusa de entregar al revolucionario una lista de enemigos de la Patria, pudo entrar en la casa del periodista y cometer el crimen, un 13 de julio de 1793. David, por tanto, escenifica la muerte de su amigo, acaecida mientras escribía y tomaba uno de sus baños fríos (se ha barajado que Marat padecía psoriasis); y, también, representa de manera manifiestamente alegórica lo que consideró un crimen contra Francia y contra un patriota. En este último sentido, el pintor construye una obra política de primer orden, escenificando para el pueblo a un mártir de la Revolución, aportando una imagen icónica con la que alimentar el simbolismo revolucionario de las clases para las que el mártir, Marat, había acuñado un nombre, le petit peuple.
La obra, desde un punto de vista formal, tiene un enorme interés histórico: adscrita al neoclasicismo (el autor representó en otras ocasiones escenas de inspiración mitológica), se la ha considerado una pintura de la nueva modernidad, especialmente por esa sorprendente gran superficie abstracta que ocupa la mitad superior de la tela, una especie de terra incognita que da pie a múltiples interpretaciones (una, plausible como otras, podría hacer referencia al hosco vacío que a la muerte acompaña, ineluctablemente). Su composición, estructurada en líneas verticales y horizontales, fija dos elementos que se compensan: el rostro de Marat, acaso mostrando una leve sonrisa, y un austero cajón de madera, con la inscripción “A Marat, David. L’an deux”, testimonio de la idea de homenaje con que el pintor creó esta magnífica obra. La iluminación, efectista y tenebrista al modo de los claroscuros caravaggistas, determina el dramatismo de la escena, que se nutre, por otra parte, de algunos elementos de enorme significación simbólica: el puñal sobre el suelo y la pluma que todavía sostiene el defenecido: el afilado hierro contra la palabra escrita, arma del revolucionario caído. El arco cromático, austero, roto únicamente por el rojo de la sangre derramada, es suficiente para recalcar la fuerza de lo representado.
David supo, a tenor de la observación de esta Muerte de Marat, pintar algo que en verdad diferencia a los maestros sobre los demás artistas: al cabo de las épocas y sus rigores algo intangible permanece en la obra, al alcance de los ojos que se posan sobre la tela: su alma.

La obra se encuentra custodiada en los Reales Museos de Arte de Bélgica.
Jacques-Louis David (Paris 1748 – Bruselas 1825),
La Muerte de Marat, 1793. Óleo sobre tela, 165 x 128 cm.







domingo, 7 de febrero de 2010

Sobre el sentido de la vida (y de la muerte)

Esta semana, le pedimos a otro buen amigo, colaborador habitual de Etternal, que nos hable sobre el sentido de la vida, desde la perspectiva de la muerte, y que escoja para este blog una obra de arte funerario, que él considere representativa. Esto es lo que nos ha contestado:

"La reflexión que me planteas parece llevarnos a un callejón de difícil salida, si lo que se pretende es salvar la vida del absurdo y evitar que todo sentido quede irremediablemente comprometido por la muerte. Dos son las soluciones que tradicionalmente se han propuesto a la puesta en cuestión del sentido de la vida: la primera de las soluciones no tiene más secreto que el de recurrir al fácil expediente de negar la muerte, al menos como muerte radical (definitiva). La muerte deja de ser término para convertirse en tránsito hacia otra forma de existencia, en virtud de la cual quedaría justificada, de una u otra manera (en función de cada una de las modalidades que ha adoptado esta solución), la vida terrenal. Huelga decir que esta ha sido la forma en la que ha solido plantearse el problema desde las distintas religiones que en el mundo han sido (y son). Para la segunda, característica de la escuela marxista, la vivencia de la angustia de la muerte y de todo aquello que le rodea (el dolor, la injusticia, el absurdo,...) no es más que el resultado de una estructura social alienante, en la que el individuo no encuentra su reconocimiento como tal ni las oportunidades para un desarrollo pleno de su ser. El sinsentido tiene su lugar y su origen en la existencia material, y sus causas son, por lo tanto, de naturaleza social. A resultas de ello, la puerta al sentido de la existencia se abre a través de la colaboración en un proyecto encaminado a la eliminación de las fuentes de alienación, a la remoción de las causas de la injusticia, con la esperanza de poder alumbrar un futuro en que la muerte deje de aparecer como amenaza, como arbitrariedad. Es en el ejercicio activo y militante de la solidaridad con nuestros contemporáneos y con nuestros descendientes donde el hombre puede hallar una auténtica razón para vivir. Lo que nos interesa es poner el acento sobre una característica común que comparten estas dos propuestas a la cuestión del sentido de la vida. En un caso ese sentido descansa sobre la posibilidad de una vida más allá de aquella de la que nosotros tenemos experiencia; en el otro, el sentido se remite a la promesa de un futuro mejor, a la Historia. Resulta curioso como, a la pregunta por el sentido de la vida, ambas propuestas acaban colocándolo más allá de la vida misma . En ello reside, a mi juicio, las principales limitaciones de los dos enfoques.

Quizás la filosofía sea algo demasiado serio como para justificar la vida por sí misma, como algo cuyo mero disfrute (como apuesta, como reto, como apertura a la posibilidad) la convierta en digna de ser vivida. Ahora bien, cabría preguntarse hasta qué punto toda fuente de sentido colocada más allá de esta vida (nuestra vida) sirve para dotarla de contenido, sobre todo si esa pregunta, en lugar de ser planteda desde la filosofía, es planteada por el hombre existente. La cuestión estriba en decidir en qué medida un sentido puesto en el más allá (cualquiera que éste sea) es psicológicamente efectivo como consuelo (y quizás la búsqueda del sentido de la vida no sea más que la búsqueda de un consuelo). Pero me temo que la respuesta a semejante cuestión deba ser negativa, pues abrigo serias dudas de que, tanto en la confianza en un proyecto de progreso como en la creencia en la inmortalidad, la muerte de la persona amada deje de comprometer el sentido de la existencia.  ¿Queda, así, cerrada la puerta al sentido? Quizás quede una vía abierta a la esperanza (al sentido), y esa vía sea la experiencia del otro, para la cual no es necesaria certeza alguna. En esa experiencia el otro se me ofrece como objeto ambiguo; por un lado como fuente de placer y satisfacción (en el juego, en la risa, en el amor), por otro lado como causa de dolor (resultado de la contemplación de su dolor). Y esa experiencia tiene el privilegio de mantenerse más allá de toda epojé (fenomenológica o del orden que sea): el sufrimiento del otro (el hambre, la opresión,...) apela tan radicalmente a mi solidaridad (a su sentido), que su simple posibilidad la exige."

Y como la filosofía plantea más preguntas que respuestas, nuestro amigo nos propone que cada cual averigüe y decida por qué  ha escogido esta estatua del s. XVIII, para ilustrar esta pequeña pero profunda reflexión que nos ha ofrecido.