domingo, 21 de marzo de 2010

Una curiosa costumbre estonia

"El pequeño cementerio de Käsmu es uno de esos apacibles camposantos a orillas del mar. La iglesia es de madera, pintada de blanco, y las lápidas están rodeadas por una valla del mismo material. El descubrimiento más importante de aquellos días lo realicé en aquel cementerio. Pude apreciar algo que hasta ese momento no había visto nunca.
El hombre nos pidió que nos fijáramos en las inscripciones de las lápidas. En la mayoría aparecían dos nombres, con un solo apellido. En las lápidas estaban escritos los nombres del marido y la mujer.

Hasso Liive (1935 - 1999)
Ilvi Liive (1938 - )

Así lo copié en mi cuaderno.
Lo curioso no era que marido y mujer estuvieran juntos. Lo sorprendente era que cuando se moría uno, inscribían también en la piedra el nombre del otro. Y el que quedaba vivo, en las visitas que hacía periódicamente al cementerio, veía grabado su nombre en la lápida. En vida y escrito. Sabía dónde acabaría sus días, y junto a quién, necesariamente.
Los estonios creen que, si se entierran juntos, en la otra vida también esas personas permanecerán juntas. Así nos lo contó el dueño de la casa de la playa."

Kirmen Uribe
"Bilbao - New York - Bilbao"
 Seix Barral 2009 - págs. 98 y 99 

Esta curiosa costumbre me llamó mucho la atención al leerla en la novela del vasco Kirmen Uribe, volviendo de Madrid en tren. Lo primero que hice, una vez en mi casa, fue comprobar la realidad  de dicha costumbre, ya que "Bilbao - New York - Bilbao" es una suerte de diario autobiográfico en el que la ficción y la poesía se entrelazan y tiñen de literatura todo cuanto se describe. Consultando en internet, después de varios intentos fallidos, finalmente encontré una página fiable sobre cultura de cementerios en Estonia y Finlandia, escrita por Triin Viitamees. En ella, podemos leer la siguiente comparación:

"A basic difference between the Finnish and Estonian tradition is the data of a living close relative (for example the spouse) on the grave marker. In Estonia it is possible: the gravestone may carry the name and the date of birth of the surviving spouse, in such case the date of death will be cut in later. In Finland such equalising with death is not customary."

Por lo tanto, queda confirmado que hay personas vivas, en Estonia, que tienen su nombre ya esculpido en la fría piedra con la que están hechas sus propias lápidas. Tiene que producir una extraña sensación, aunque, si lo piensas bien, a todos sólo nos falta una última y desconocida fecha para que se nos cincele el postrer epitafio.

Lo segundo que me pasó por la cabeza, a casi 300 km/h., es una idea que hace años tuve para el argumento de un cuento. Más o menos iba así la cosa: un personaje se acerca a un cementerio, pongamos el 13 de abril de 1998 a la Recoleta de Buenos Aires, a llevar unas flores y rendir homenaje a algún ser querido. Despistado, se pierde por los pasillos del cementerio y, en un lugar apartado, se encuentra con una tumba abierta en cuya lápida están inscritos su nombre y apellidos, su fecha de nacimiento y la fecha del día siguiente, el 14 de abril de 1998. La trama, a partir de ese momento, se centraría en la contradicción que esa persona sufrirá las próximas 24 horas, intentando convencerse de que es algo irracional, pero al mismo tiempo apremiado en aprovechar hasta el último minuto. Lo que ocurre es que no se me ha ocurrido nunca un final apropiado: ¿acaba cumpliendo la profecía y expira en la terrible fecha? ¿muere, pero acaba siendo todo un fatal error de los encargados del camposanto? ¿sobrevive pero no se atreve a acercarse a un cementerio nunca más?

No lo sé. ¿Se te ocurre a ti un buen desenlace? 

lunes, 15 de marzo de 2010

Una tumba vacía a orillas del Danubio







Libro muchas veces reeditado, admirado y amado por crítica y lectores, El Danubio, de Claudio Magris, sitúa el mundo intelectual de la Mitteleuropa a través de un viaje por el río que baña sus tierras. La erudición y, también, la sensibilidad de este germanista nacido en Trieste (Italia) en 1939 componen, a través de las páginas, una historia que es género autobiográfico, diario de viaje y ensayo, a la manera de las Memorias de ultratumba del célebre diplomático Chateaubriand; un relato a pie de calle, de camino, por el intrincado recorrido que el gran río dibuja, como un reflejo de la compleja historia que sus orillas testimonian.

En la voluntad de recomendar su lectura a quien todavía no lo haya hecho, y ciñéndonos a la temática del blog, queremos destacar dos pasajes de este extraordinario Danubio, relacionados con una tumba vacía y con los cementerios eslovacos.

La tumba vacía que encuentra Magris en un minúsculo pedazo de tierra perteneciente a Francia, “entre los bosques y los prados de Oberhausen” (al este de Neuburg, Alemania), debería conservar los restos mortales de Théophile Malo Corret de Latour d’Auvergne. Pero el sarcófago está vacío. Latour (1743-1800), según reza su patriótica biografía, fue el primer granadero del ejército francés, combatiente en la revolución americana y en España y estudioso de las lenguas celtas. Encontró la muerte en las orillas del Danubio, sirviendo como soldado a las órdenes del ejército napoleónico.

Como recuerda Magris, la tumba de Latour está vacía. Sin embargo, el panteón guarda el cuerpo de una segunda persona, el comandante De Forty, caído el mismo día que el granadero. Y quien, en todo caso, se lleva la gloria de Francia es el soldado raso: sus restos fueron trasladados al Panteón de París, en la celebración del centenario de la Revolución Francesa, en 1889. Nuestro escritor viajero, en el antiguo campo de batalla de Oberhausen y ante el sarcófago huérfano, tiene un pensamiento crítico: “Esta tumba desierta es (…) la gloria y al mismo tiempo su inutilidad; encierra el sentido de una vida que empuña la espada por la fe en una nueva bandera (…) y encierra también el gran vacío que se perfila detrás de cada cabalgada gloriosa y cada bandera al viento, o sea el fondo infinito e insensato del cielo, contra el cual se recorta, en el film de la historia universal, el ejército a caballo de los hombres llamados a morir.”

El segundo pasaje a que aludíamos está referido a la localidad eslovaca de Matiasovce, donde Magris reflexiona, ante un pequeño cementerio, sobre la imagen de la muerte en las sociedades occidentales. En su viaje por la zona, el escritor encuentra camposantos abiertos, que discurren entre las carreteras, en los campos, sin tapias que los cerquen. “Esta familiaridad épica con la muerte – que puede verse también, por ejemplo, en las tumbas musulmanas de Bosnia, tranquilamente colocadas en el huerto de la casa, y que nuestro mundo tiende, por el contrario, cada vez más neuróticamente a alejar- posee la medida de la justicia, es el sentido de la relación entre el individuo y las generaciones, la tierra, la naturaleza, los elementos que la componen y la ley que preside su combinación y disgregación”.

El Danubio está publicado en castellano por la Editorial Anagrama, primera edición de 1988, traducido de manera impecablemente elevada por el cineasta e intelectual Joaquín Jordá.

lunes, 8 de marzo de 2010

La reina ha muerto, pero queda una luz.


Hace días que tengo ganas de escribir sobre música y la muerte. Más allá de los propios réquiems, claro está. Aunque, para los muy pudientes y diletantes, sabed que la empresa austríaca Requiem for You compone, interpreta (incluso con orquesta) y registra réquiems por encargo. Pero no, antes bien me interesa esta semana analizar la relación entre la música pop y el fin de la vida.

En un primer momento, pensé en reflexionar sobre algún tema de los Joy Division. Ese grupo de postpunk inglés que suena a umbral, a tránsito y a entre dos mundos. Pero no me he decidido. Tal vez lo haga más adelante.

Por el contrario, un tema de la banda de Manchester, UK, The Smiths, sí que ha conseguido motivar estas pocas y alborotadas líneas. Se trata de "There is a light that never goes out" (si seguís el link, podréis ver un vídeo de YouTube, con subtítulos en castellano). Originalmente incluida en el penúltimo LP de estudio de la banda, "The Queen Is Dead" (1986), no apareció en formato single hasta 1992, cuando ya el grupo se había disuelto definitivamente.



Qué maravilla de portadas, ¿verdad? Ésta es
la del sencillo. La de más arriba la del LP.

La canción está compuesta por  Morrissey y Marr, vocalista y guitarra, respectivamente. Los versos relatan un desgarrador lamento adolescente, en primerísima persona, en el que un acompañante, que no ha encontrado todavía su lugar ni su hogar, espeta a su deseado conductor que le lleve a donde haya música y luz, juventud y vida. Pero como una fugaz y siniestra revelación, piensa que morir en ese preciso instante, en accidente de tráfico, al lado de su amante sería un final más que deseable, privilegiado. Esta "explícita glamourización del suicidio", como algunos medios describieron el single, supuso un freno a la promoción de la misma, aunque los fans hicieron que llegará al número 1 de la lista del programa de John Peel, el locutor de la BBC One, y que se haya convertido, con el paso de los años, en una de las canciones preferidas de la banda, por casi todo el mundo. El liricismo de esta fúnebre temática, que, según el smithicista Goddard, recuerda a una escena de "Rebelde sin causa" de James Dean, se ve ampliado, además de por la fuerza vocal de Morrissey, por la inclusión de instrumentos de cuerda, poco común en otros temas de la banda.  Estos instrumentistas, en los créditos del disco, aparecen nombrados como la Hated Salford Ensemble (Odiado Conjunto de Salford), aunque, en realidad, no son más que el resultado de la emulación por sintetizador que programó Marr, por falta de tiempo y presupuesto, exceso de celo en colaborar con otros músicos y por el odio que Morrissey profesaba por todos los instrumentos digitales.

Por su parte, Mikel Erentxun, confeso admirador de The Smiths y de Morrissey, realizó una más que digna versión en castellano, que tituló "Esta luz nunca se apagará", en la que el elemento mortuorio se explicita aun más.

Por último, este tema ha servido de inspiración para un urna funeraria de nuestro catálogo. Cuando a roc 'n' rob les encargamos una urna funeraria con luz, poco nos podíamos imaginar que la bautizarían como "There is a light" (seguid el link, si queréis conocerla).

Hasta la próxima.

lunes, 1 de marzo de 2010

Redipuglia







El infinito de la estética es un sentimiento que se deduce de la finita y completa perfección de la cosa que se admira, mientras que la otra forma de representación de la que hablamos sugiere casi físicamente el infinito, porque de hecho éste no termina, no acaba en forma. A esta modalidad la llamaremos lista, elenco o catálogo.” (Umberto Eco, El vértigo de las listas, Barcelona, Lumen, 2009)







El Sacrario Militare di Redipuglia, el mayor monumento funerario italiano (y uno de los mayores del mundo, seguramente) acoge, en la septentrional localidad que le da nombre, los cuerpos sin vida de más de cien mil caídos de la Primera Guerra Mundial. Fue inaugurado en 1938 sobre la colina Sei Busi, un emplazamiento crudamente disputado durante el conflicto armado, en la provincia de Gorizia.
La visita a Redipuglia, realizada por el que escribe estas líneas hace una década, tiene, por el diseño del monumento, una lógica que difícilmente puede ser transgredida por el visitante: al llegar, nos encaminamos por la denominada “via eroica”, flanqueada por placas de bronce, de diecinueve metros de longitud, con los nombres grabados de las localidades donde se registraron los combates más sangrientos de la guerra; después, accedemos a una gran explanada, la base del monumento, donde se halla, en su centro, la tumba de Emanuele Filiberto de Savoia-Aosta, comandante de la Tercera Armada, enterrado allí en 1931 y custodiado, a derecha e izquierda, por las tumbas de sus generales; a partir de ahí, y ocupando toda la ladera hasta la cima, una monumental escalinata, formada por 22 escalones, de más de dos metros de alto y 12 de fondo cada uno, alinea las tumbas de 39.867 caídos identificados; el visitante puede flanquear esta escalinata por cada uno de sus extremos, de modo que sólo puede acceder a cada escalón transversalmente; ya en la cima, en el último escalón, en dos enormes tumbas comunes reposan 60.330 caídos no identificados. Todo el conjunto está coronado por tres grandes cruces.
El diseño de Redipuglia, obra del arquitecto Giovanni Greppi y del escultor Giannino Castiglioni, encuentra su justificación en el contexto definido del patriotismo y la utilización del recuerdo (evitemos el trillado y equívoco concepto político de “memoria”) y las terribles secuelas de la Primera Guerra Mundial por el régimen de Mussolini. Si los demás países participantes en la guerra mantuvieron una red de cementerios nacionales en las áreas de combate (Alemania dejó reposar en Francia a muchos de sus caídos), la política fascista fue la de monumentalizarlos e insertarlos en un cuerpo único que hiciese perder los últimos vestigios de una identidad individual, ya comprometida por el número e ingente proporción de cuerpos sin reconocer, como afirma Dogliani. La teatralidad del conjunto y sus inmensas dimensiones despiertan en el visitante, inevitablemente, un sentimiento de desproporcionalidad, alimentado por la estructura formal que es, en sí misma, conceptualmente rígida, pensada y realizada para rendir culto patriótico a la muerte. En cada gran escalón, donde reposan los caídos reconocidos, se alinean, casi infinitamente, sus nombres y apellidos, esculpidos en el mármol blanco, gobernados por un incesante “presente”. 
No querríamos acabar este comentario, incitados quizá por esa despersonalización que el elenco de Redipuglia produce, como han referido algunos historiadores italianos contemporáneos, sin reseñar unas pocas palabras nacidas de los combatientes, caídos y sepultados en dicho monumento, con el fin de acercarnos, si acaso tenuemente, a la terrible experiencia personal de la guerra. Primero, con un testimonio que describe la destrucción intelectual a que el combatiente era sometido por vivir en las trincheras, profundamente excavadas en la tierra, generalmente de un solo metro de anchura: "Nuestros cerebros se vuelven perezosos en el ejercicio único y limitado de la cotidianeidad, siempre igual, bajo tierra", escribía en una carta Giacomo Morpurgo, en enero de 1916. Otro testimonio, también destacado por Melograni en su Historia política de la Gran Guerra, reza así: "Estamos a pocos pasos del enemigo y la guerra parece lejana. (...) Quien figure gritos y fusiles se ha hecho de la guerra una idea fantástica y convencional, diferente de la realidad. Una acción decisiva es mucho más que eso, es un martillo infernal, el exterminio, un horrendo huracán de hierro y fuego, del que se sale como de un cataclismo; pero una acción decisiva es rara, ocurre sólo en las grandes avanzadillas, y es el resultado último de una larga y compleja preparación, que a veces dura meses y sobre la que nosotros no tenemos más que vagos y raros indicios: (...) un trabajo inmenso, colosal, que se cumple con una majestuosa y terrible lentitud de semana en semana, y que no alertamos precisamente por su vastedad, si bien vivimos en su interior."
Quizá resulte atrevido (irrespetuoso, incluso) rememorar Redipuglia desde las sensaciones que un extranjero, a tantos años vista, pueda albergar en su visita al monumento: su magnífica presencia, el infinito listado de nombres, que suman sus letras imborrables como esencia de un todo de mármol blanco majestuoso en su forma y terrible en su significado, provocan hondas emociones. No ha sido nuestra intención el serlo, y si acaso hubiéramos incurrido en ello pedimos perdón, caídos en Redipuglia.